agosto 03, 2009

"Carta a una señorita en París"

Ya es agosto, mis queridos lectores y mi querido Cortázar merece que uds lo conozcan.

Me decidí, con todo, a matar al conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole de beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto baño o un paquete sumándose a los desechos). Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicar que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debería estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio. Sara no vio nada, le fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido de orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión "por ejemplo". Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión. Comprendía que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris. Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de profundidad. De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso). Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza. Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante no tengo nada que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.

Insisto, si alguien necesita una explicación sobre los conejillos, sólo pregunten. Explicaciones existen y son raras. Cortázar es buenísimo.

Por cierto, si quieren posts de otros escritores chidos, pídanlos.
Y como he andado medio distraída, pues me veo en la necesidad de solicitar sugerencias para el blog.

Mi amada señorita, después le llevo un poco de pay de queso-delicioso. Y me dice el nombre del mostrito que le regalé.

Tú, te odio eres un idiota.

Jess, te amo nena gracias por estar cuando te necesito.

Chico, gracias por ser tan lindo. El desayuno estaba rico. Gracias.

Ixchel, no te enojes conmigo, él es muy bueno, me hace feliz.

El tercer mundo es oscuro, le hace falta un estéreo.

Otro tú, de verdad crees que se acabó todo?

Chabis, eres muy linda.

Eddy-eddy, eres un peque.

Lila, eres wow!

Señora Clau, gracias por las palabras y por la cama.

El estúpido feisbuc dice que moriré de asfixia...

O que me cortaré las venas hasta desangrarme...

Y que soy un peligro para la sociedad...

Que estoy irrremediablemente enamorada...

Y que al parecer él está enamorado de mí...

Cosa estúpida...
Encontré mi primer libro de la infancia, insisto: gracias chico, eres muy lindo y no es malo ser lindo, es muy bonito.


Yo te quiero. Me quieres?

1 comentario:

Ery!* dijo...

Saludos señorita.

Entre más nos adentra en la histoira más me cuesta esperar par continuar con la lectura.

Me gustaría saber qué son para ud los conejitos, saber su explicación.

Hasta pronto.