The blue pill

El olor a alcohol que emanaba de su cuerpo me recordó a mi madre; a los años de mi podrida infancia, los recuerdos de luces y humo, los gritos “¡eres un cobarde!”, los gemidos, el vómito y, finalmente, las lágrimas.

Al mirar sus pechos redondos color durazno por debajo del escote y su inocencia corrompida, se me revolvió el estómago, ¿dónde estaba ella?, ¿dónde quedó la chica que yo amaba? La vi convertirse en un títere de la sociedad, no era posible que se haya dejado manejar de esa forma por las chicas de la escuela, ¿cuánto bebió? No podía seguir mirándola luchar contra sus zapatos; cada uno parecía aferrarse a sus delgados tobillos, era como un osezno en una trampa suplicando por ayuda; cuando llegó al pantalón le pedí que se detuviera. Lo tomó mal, me dijo que era un cobarde, que pensaba que ya era un hombre, que sabía perfectamente lo que hacía. El silencio tajante se hizo presente. Cayó de espaldas sobre la cama de mi madre y con un rayo de luz de luna llena pude mirar una parte de su cuerpo. Recordé unas líneas de Aura, y así me pareció su piel, al principió pensé que era la poca luz y no me importó.

La tomé entre mis brazos y, enardecido, le arranqué el pantalón, cosa que no le molestó, pues sólo soltó una malévola sonrisa de satisfacción. Se entregó sin ninguna queja a todas y cada una de mis pasiones, le exprimí la vida, le quité hasta la última gota de su virginidad. Robé su fuerza, la llevé al infinito, la escuché gritar, la obligué a decir mi nombre, y entonces llegó como una bala la voz de mi madre vociferando mi nombre, el mismo nombre que a ella se le ocurrió que llevaría el resto de mis días: Cerré los ojos “tranquilo, ella no llegará, sino hasta mañana”, me relajé y cuando decidí abrirlos miré sus ojos clavados en mí. Seguramente fueron las pastillas azules que me tragué junto con el trago de vodka y todo el cocktel de alcoholes que bebí, no debí escuchar a Luis, ni querer apantallar a todos; seguramente fue eso. Estoy convencido de que eso causa esta sensación.

Seguí mirándole los ojos verdes; le dije que la amaba —era la primera, y creo que la última, vez que se lo diría— y quería estar por siempre con ella (aunque de ello ya dudaba) no pude seguir hablando pues su risa retorcida desfiguró su jovial rostro y ahí estaba ella.

Cuando se quedó dormida seguí contemplando el contorno de su hermosa figura comenzando por la cabeza, bajando por el cuello para llegar a los frágiles hombros, siguiendo en línea recta los delgados brazos bajando sobre la cintura (¿dónde quedó su cintura?), pasando por los firmes muslos de bailarina y terminando en los pies… la miré durante toda la noche imaginando su vientre lleno, visualizando la vida dentro de ella. ¡La amo! Y amo este amor con una loca ternura.
Toco su piel tibia, el frío de la noche debió dejarla dura; su cabello se hunde entre mis dedos, quizá esta noche decidió hacerse rizos; recorro sus labios con mi dedo índice, tal vez olvidó humectarlos con su gloss; le quito el cabello de la cara y ahí está ella, mirándome con sus enormes ojos amarillos.

El olor a alcohol que venía de al lado mío, me recordó a mi madre; a los años de mi infancia, los gritos, los gemidos, el sexo, las pastillas azules, a mi novia yéndose de la fiesta, a mi madre gritando mi nombe. Desperté. Y, de nuevo, ahí estaban sus enormes ojos viejos.